viernes, 2 de diciembre de 2011

Gabriela Mistral



Me acuerdo de tu rostro que se fijó en mis días,
mujer de saya azul y de tostada frente, 
que en mi niñez y sobre mi tierra de ambrosía 
vi abrir el surco negro en un abril ardiente.

Alzaba en la taberna, honda, la copa impura 
el que te apegó un hijo al pecho de azucena, 
y bajo ese recuerdo, que te era quemadura, 
caía la simiente de tu mano, serena.

Segar te vi en enero los trigos de tu hijo, 
y sin comprender tuve en ti los ojos fijos, 
agrandados al par, de maravilla y llanto.

Y el lodo de tus pies todavía besara,
porque entre cien mundanas no he encontrado tu cara
¡y aun te sigo en los surcos la sombra con mi canto!


La mujer que no mece a un hijo en el regazo;
cuyo calor y aroma alcance a sus entrañas, 
tiene una laxitud de mundo entre los brazos;
todo su corazòn congoja inmensa baña.

El lirio le recuerda unas sienes de infante;
el Ángelus le pide otra boca con ruego;
e interroga la fuente de seno de diamante 
por qué su labio quiebra el cristal en sosiega

Y al contemplar sus ojos se acuerda de la azada 
piensa que en los de un hijo no mirará éxtasiada;
al vaciarse sus ojos, los follajes de octubre.

Con doble temblor oye el viento en los cipreses 
¡Y una mendiga grávida, cuyo seno florece 
cual la parva de enero, de vergüenza la cubre!

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